29.12.06

XX) Antiguos manuscritos de Samarcanda

Se oye hablar de ellos, pero persiste la inseguridad de que hayan existido alguna vez. Quien se refiere a esas resmas misteriosas las menciona en voz baja, no por aprensión de dar a conocer lo prohibido, sino más bien porque el propio contenido de esos documentos sólo puede revelarse de esa manera: casi en silencio, rozando la no revelación.

Pues los manuscritos hablan (quedamente). Entre sus arabescos de más de dos mil años se entrecruzan conversaciones y monólogos, alabanzas a seres muy amados, estrepitosos odios hechos voz (pues nunca violencia física), alianzas y descubrimientos, de un mundo que ya no existe, nadie sabe muy bien por qué razón, pero que indudablemente se perdió cuando las personas decidieron recluirse entre los muros de Realidad.

Dicen que la primera vez que uno los toma en sus manos no entiende lo que está escrito. Eso es natural: no sólo emplean lenguas largo tiempo olvidadas, sino que la conexión necesaria entre ojos y boca (aunque la boca no se mueva) que se ha de producir cuando se lee algo para realmente leerlo y comprenderlo, se ve entorpecida aquí. Como si esa escritura llevara consigo la carga de lo que cuenta: pues narra la Llegada del Silencio.

Los manuscritos hablan, cuando se les deja suficiente respeto y cariño, de boca de quienes lo hicieron en los albores del tiempo, mucho, mucho antes de que los escritos fueran escondidos en Samarcanda, mucho, mucho antes de que fueran, de hecho, escritos, y mucho, mucho antes de que quienes pueblan sus páginas dejaran de pronunciar palabras, o al menos, dejaran de hacerlo para nosotros.

Una vez superadas las primeras barreras, lo que lleva décadas de estudio según los pocos que reconocen haberlos encontrado, un suave murmullo toma forma en la cabeza del lector. En el aire que corre entre sus versículos, que comienza a cargarse de especias y humedad, se dibujan con trazos impetuosos las conversaciones que entrecruzaban grandes felinos mientras recorrían las selvas. Comienzan a flotar, mucho más cantarinas, las voces de las especies arbóreas de pájaros, poniéndose siempre de acuerdo sobre lo superficial (ya que nada, nunca, les ha preocupado especialmente). Las disculpas por existir de los pequeños mamíferos se esconden en los rincones de las frases, siempre ocultándose para no ser devorados (aún llevamos esa carga en forma de complejo de inferioridad; es lo que nos hace destruir el mundo). El bello lenguaje de los elefantes, tanto tiempo cultivado, en el que cada palabra contiene tantos conocimientos como el más voluminoso de nuestros tratados, comba las hojas cuando se pasan y hace muy fatigoso el seguir durante largo tiempo la escritura.


Estos efectos no tienen relación con otros ya mencionados sobre la duermevela. Son testimonios (la mayoría de ellos tan bellos como casuales, tan cautivadores como cotidianos) de innumerables seres que una vez, realmente, hablaron. Antes de que nosotros siquiera soñáramos con hacerlo. Antes, en realidad, de que siquiera pudiéramos soñar. Nos engañamos al pensar que esos seres perdieron su don. Más bien fuimos nosotros quienes, cuando tuvimos suficiente poder, se lo quitamos de la peor manera: ignorándolo.

Si alguien piensa que eso nos salió gratis, se engaña doblemente: en el proceso también perdimos la capacidad de entendernos. Ya no podemos tocar la piel de alguien y saber cómo se siente todo su cuerpo; también se nos negó (nos negamos a nosotros mismos) la capacidad de sufrir por dentro de la misma manera que aquel que sufre. Unos dicen que un dios vengativo nos castigó con nuestros lenguajes: remedos toscos y vacíos de lo que una vez envidiamos, que no sólo son incapaces de permitir el entendimiento sino que es inútil pretender que sirvan para tal cosa, pues fueron creados como mera distracción. Otros, de mejor corazón, dicen que un dios piadoso nos concedió a cambio de aquella pérdida el amor, pero incluso tan poderosa arma sólo sirve en contadas ocasiones y con determinadas personas. Ya no podemos compartirlo todo, siempre, con todos, porque decidimos negar el bien más precioso que se les había concedido a otros. Todo tiene consecuencias, y las de la envidia son las más amargas.

Sin embargo, el castigo definitivo para nuestra especie sería que hubieran desaparecido realmente los manuscritos de Samarcanda. Supondría que ni siquiera nos está permitido el arrepentimiento.

Por eso algunos aún creemos que un día podremos encontrarlos allá en la Ciudad Gema, quizás escondidos en alguna grieta cerca de algún campo de labranza, en un arcón donde jóvenes danzantes guardan sus antiguas ropas, en el puestecillo de un mercado, ignorados incluso por quien vende tal mercancía, o quién sabe, envueltos en finas sedas y enterrados en una tumba inmemorial.

Alimentamos esta llama con nuestros anhelos, aunque sólo sea con la esperanza de solazarnos en lo que una vez fue y ya nunca más.

4 comentarios:

Pily B. dijo...

¡Guauuuuuuu! ¿Dónde estarán esos manuscritos? Y,cierto, a veces uno piensa que los idiomas son un auténtico castigo, sobre todo cuando compruebas que, aun hablando el mismo, no te explicas o no te entienden... Ains...

Muy misterios, me ha encantado.

ENHORABUENA una vez más, pues y FELIZ AÑO ya puestos. ;-)

Mis mejores deseos.

Jafma dijo...

¡Gracias! Y Feliz Año Nuevo a todos :-)

Felideus dijo...

Buen relato, tiene algunas imágenes muy hermosas :)

Jafma dijo...

Muchas gracias... :-)