13.10.06

IX) Maquetas y corazones

En algún país rodeado de agua, en alguna ciudad antigua con puerto de mar, o quizás de océano, vive ahora el Farero. No sería prudente nombrar tal país, ni tal ciudad, ya que en nuestra realidad los nombres rara vez significan la propia cosa ni hacen más que una leve referencia a la misma. Además, ambos (el país, la ciudad) son tan evanescentes en la historia del Farero como la espuma de mar, y no pueden buscarse.

Al Farero sólo se lo encuentra un niño. A cambio, le recordará toda su vida, hasta que las arrugas de su vejez se doblen tanto que se le escape el alma. (Ya se ha hablado en este cuaderno de campo de las fuertes conexiones de los niños con Irrealidad; ése es el principal motivo de la necesidad de juventud, pero no podemos negar que la predilección del Farero por las mentes abiertas y curiosas tiene también que ver en el asunto).

El Farero no cuida ni vigila el faro donde vive; o mejor dicho, no lo hace si lo encuentra un niño. En ese caso adopta la forma de un viejo de barba blanquísima, no muy alto, rechoncho, de larga cabellera nívea como la barba y una camisa de rayas azules. Fuma en pipa, por supuesto.

Cuando un niño o grupo de niños lo encuentra, siempre tiene historias que contar. Habla, pausadamente y con voz ronca, del desaparecido lenguaje de los delfines, de cuando el último espejo de la isla más perdida del océano quedó conectado a todos los demás, o de la noche en que las estrellas cambiaron en el cielo porque habían aparecido nuevos rumbos que trazar a los navegantes. Son historias del mar, pero aunque los niños no lo sepan, no se trata de nuestro mar, sino del que una vez existió circundando el mundo y tratando de contener toda la tierra dentro; hace mucho, mucho tiempo, cuando irrealidad era realidad y realidad era irrealidad. En fin, mucho, mucho tiempo, de veras.

Las historias que cuenta el Farero atrapan a cualquier niño al instante. Pero si éste tuviera una especial inquietud, ansiedad, nerviosismo o problemas de atención, siempre estará dispuesto a sacar sus maquetas, y entonces...

Aaah, entonces todos quedarán prendados al instante y no desearán otra cosa más que que sus vidas queden reducidas a eso.

El viejo construye maquetas de barcos, pero también de pequeños pueblos al borde del agua (y éstas son mis preferidas), con mil detalles que las convierten en pequeñas realidades dentro de nuestra realidad: brotes de musgo con toda una gama de marrones y verdes, riachuelos parados pero tan vivos que parece como si se hubieran asustado, caminos de tierra que unen casas y acantilados sin trazar una sóla línea recta, edificios blanquísimos como su barba, y pequeños, terminados en tejas coloreadas de infinitos tonos de rojo y ocre, en las que la historia impresa por inexistentes meteoros se podría estudiar durante siglos. También incluye árboles, y tranvías viejos y oxidados, un puerto (por supuesto) y antiguas farolas de gas que se ponen a brillar a una orden suya. Entre las casas podremos distinguir sin dificultad tiendas de aperos, de comestibles, librerías de fachadas verdes sin edad, viviendas con coquetos jardines a un lado o al frente, alguna iglesia y un arrogante ayuntamiento crecido junto a ella. Nunca pone personas o animales. Nadie sabe por qué, aunque los niños dirán que lo hace así para que ellos puedan ir a vivir a esos pequeños mundos, si alguna vez quieren escapar del nuestro.

A veces, el Farero celebra alguna ocasión especial enseñando a los niños cómo se pintan o se reparan las maquetas. Entonces la velada se alarga como si, efectivamente, todas sus vidas estuvieran comprimidas dentro.

Todo niño que encuentra al Farero sólo desea una cosa al partir (porque tiene que partir: le espera una suculenta merienda, o una carrera en bici hasta la colina cercana): volver.

Lamentablemente, al Farero sólo se le puede conocer un verano en la vida de cada cual. Cuando ese verano se acaba, el faro y su contenido navegan hacia otro puerto, otra ciudad, otro país, para dejar su huella cálida y acogedora en los corazones de más niños. Nunca jamás vuelve al mismo lugar salvo en forma de recuerdo.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que si me concentro, puedo ver al farero.

Precioso, sí señor. :-)

Jafma dijo...

Graciasss... :-)

Felideus dijo...

Muy bonito, en efecto :)

Jafma dijo...

Me alegro de que os lo parezca :-)

escritor1 dijo...

Yo también puedo ver al farero:
¡Eres tú, puñetero!

Cada vez lo bodas mejor. :-)

escritor1 dijo...

¡Aaaaacs!
No lo "bodas", lo bordas.
Ej que la luz del faro me ha deslumbrado...

Santiago Eximeno dijo...

Tas que te sales, J.A.
Brillante.

Jafma dijo...

Muchísimas gracias, Santi; sigue mirándome con esos ojos :-)

Jafma dijo...

Ey, gracias tocayo, no había visto tus comentarios :-)