XXIV) Cuento del Erizo Rojo (El Emperador de Irrealidad)
Se sabía Emperador de lo que le rodeaba, pero al mismo tiempo sabía que lo que le rodeaba no correspondía a esa dignidad suya, sino que sólo él la había descubierto. Tardó mucho, mucho tiempo en comprender que esa ignorancia del resto acerca de lo que él era resultaba tan indisociable de su esencia de Emperador como cualquier suspiro era inseparable de una carencia.
Como Emperador no admitía el fracaso ni el error ni la duda. Sin embargo, el fracaso, el error y la duda campaban a sus anchas por sus reinos. Cuando eran causados por otros, sentía necesario recurrir a terribles castigos. Por tanto, cuando era él el que provocaba un fracaso, un error o una duda, no tenía más remedio que tratarse a sí mismo como el vasallo más miserable, y la última gracia que se permitía era dejar que el Señor Tiempo cubriera la losa que aplastaba su pecho, los grilletes que le apresaban la garganta, el torniquete que torturaba sus vísceras, con Polvo de Olvido para que así el castigo se deshaciera lentamente.
El Emperador era asimismo responsable de todo lo que sucedía en su Imperio. De esta manera él traía la lluvia, y hacía oscilar las mareas, y por él crecían el trigo y las hierbas de olor, y los cardúmenes eran abundantes. O bien el viento se trocaba en huracán, o la lluvia en devastación, o la abundancia en plagas. Puesto que el Emperador era responsable, había de soportar dentro todo el dolor y toda la alegría que causaban estas cosas, pero resultaba que lo último no llegaba a ser tan digno de un Emperador como lo primero: siempre hallaba más hueco en su interior para el dolor que para el gozo.
Como Emperador tenía la obligación de estar al tanto de todo. Para ello situó ojos donde no los había, envió oídos a los rincones y trazó mapas vivos que le hablaban en susurros de lo que sucedía entre las zarzas y los arbustos del sotobosque. Le producía cierta satisfacción morbosa el estar al tanto de todas esas nimiedades, aunque siempre terminaba por enterarse de alguna cosa por boca de otros, lo que significaba que no era el primero en saberlo todo.
(Por otra parte, había súbditos que ponían trabas a sus pesquisas; se ocupaba de que fueran desterrados inmediatamente de sus dominios)
El Emperador había de ser, por supuesto, el que encabezara las batallas más terribles. Su armadura era poderosa y bella: mortales espolones rojos, capaces de ensartar a las bestias enemigas, crecían en su pecho; la doble hoja aserrada de la Espada del Destino surgía de su antebrazo izquierdo como un apéndice de éste; su yelmo, coronado con los plumajes más hermosos, oscilaba cuando profería órdenes y gritos al aire; su corcel era el único alado de todos los ejércitos del mundo (aunque incapaz de volar). El Emperador asumía su posición en la carga con la misma seriedad que sus atuendos vistosos, y cuando mataba por su Imperio, cuidaba mucho de tomar posesión de nada, salvo de la titularidad de lo que conquistaba, puesto que su figura visible ya lo contenía todo.
A lo largo de su vida el Emperador trató de encontrar en diversos momentos una Emperatriz, pero eso iba contra la esencia de su irrepetible dignidad, y por ello nunca encontró tal compañía. Así fue que a lo que ya sabía de siempre: que era un ser inigualado, dueño de todo, omnisciente, la causa última, infalibe y plenamente consciente de su esencia, añadió un nuevo descubrimiento que lo completaba: estaba solo, no era poseedor de ninguna cosa, era intangible para sus súbditos, consecuencia de nada, eternamente castigado por sí mismo y desconocido por todos.
En el momento en que comprendió realmente todo eso tomó una decisión terrible. Marchó hacia su Palacio Solitario de Invierno entre las rocas y pasó tres días y tres noches buscando en los pasadizos. Al fin, descubrió un marco dorado incrustado de gemas brillantes. Lo limpió de telarañas y polvo, se despojó de sus ricas vestiduras, de su corona y de sus posesiones, dio un paso y lo atravesó.
Así fue que el Emperador de Irrealidad abandonó sus reinos a su suerte. Pero al llegar a Realidad vio que su única sustancia allí era el vacío, así que por miedo a que la leve brisa del mar le disolviera se envolvió rápidamente con el cuerpo de un erizo rojo que vivía pegado a una roca cercana resistiendo impasible los embates del mar.
Nunca nadie se atrevió a tocarlo.
9 comentarios:
Muy bonito, tiene un aire a cuento mitológico que me encanta :)
Gracias... :-)
¡Ey tocayo, ya estoy de regreso! De nuevo me has dejado impresionado... ¡cómo eres! :-D
Fabuloso, en todos sus sentidos, este relato donde cuadra a la perfección el cuento mitológico con una fábula digna de Samaniego.
Cada vez te superas más, lo que es endiabladamente díficil dado el nivelazo que tienes.
¡Enhorabuena y a seguir para regocijo nuestro! :-)
¡Bienvenido de vuelta, tocayo! Me alegra que te guste el relato, pero de nuevo me abrumas (pa variar). Más quisiera yo... :-)
No me puedo creer que un blog como el tuyo tenga sólo dos votos en ese concurso. Imagino que no tienes muchos amigos que participen...
Espero saber volver aquí ... sí, el nombre lo voy a recordar
la Roja
Bienvenida, Kasandra. Hay que relativizar mucho los concursos; yo, si te ha gustado el blog, ya estoy contento :-)
Bueno, pues vuelvo a intentar lo de comentar...
Que decía yo ;-P, que me parece triste pero bello, y que al igual que a Felideus, me ha parecido que tenía cierto toque mitológico.
ENHORABUENA!! ;-)
Gracias, Pily :-) Sí que pretendía ser algo triste, así que me alegra (qué contradicción :-) ) haberlo conseguido.
Respecto al tono mitológico, no lo pretendía, fíjate tú, pero parece que ha salido solo :-)
Siiip, ha salido solo. MOOOLAAAAAAA :-)
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