III) El perfume de las palabras
Una manera de
palabras. Tomar un libro entre las manos, preferiblemente de
tacto rugoso y letra
tiempo, y si puede ser, de tapas contundentes: que sean capaces
de contener dentro tanto el
robe el aliento como sus sutiles matices de guiños,
y personalidades apenas esbozadas.
Cuando uno toma un libro así y lo abre, debe hacerlo a la
distancia
y tímido) pueda alcanzarle suavemente, pero al mismo tiempo,
debe prever que no le deje escapar después. El paso
de cada página, así mismo, debe hacerse de tal manera que la
su lento crujido, y al mismo tiempo esparcir el perfume que hemos
aspirado más allá de nosotros para que el olor del siguiente
capítulo nos
ir desgranando las frases y los párrafos con suficiente tranquilidad.
Todo esto, por supuesto, debe realizarse en
Si se siguen estas reglas sencillas (aunque quizás
hay grandes posibilidades de que, una vez destilado el perfume de
las
invisible, la vista se nos relaje sobre las filigranas
comiencen un leve movimiento. Y así ese movimiento se convertirá
en una grácil danza y, conforme nuestra mirada se pose en los
renglones sucesivos, las frases que dejemos detrás se combarán
y formarán ondas suavísimas al
habrá vuelto juguetón con nuestra memoria). El efecto
es delicado, pues la más mínima vuelta atrás de nuestros
ojos para confirmarlo puede hacer que
Con cierta experiencia en este ejercicio, y unas
nasales, puede llegarse a ver una profusión de arabescos vivos
inundando la página, un exceso de urdimbres entre las tramas de los
márgenes, incluso un
que unas serán sustituidas por otras que no habían estado allí antes;
como si la historia pugnara por escaparse, como si la impresión
original hubiera
la literatura procreara y tuviera descendencia delante de nuestros ojos.
Si esto llegara a hacerse demasiado intenso, sería conveniente cerrar
el libro inmediatamente produciendo un fuerte golpe sobre las
tapas, dejar que éstas hagan su trabajo de prudente contención, y
relajarse en el
entrar
en irrealidad es aspirar el olor de las palabras. Tomar un libro entre las manos, preferiblemente de
tacto rugoso y letra
clara
y redonda, quizás amarilleado por el tiempo, y si puede ser, de tapas contundentes: que sean capaces
de contener dentro tanto el
resplandor
de una historia que nos robe el aliento como sus sutiles matices de guiños,
adornos
y personalidades apenas esbozadas.
Cuando uno toma un libro así y lo abre, debe hacerlo a la
distancia
justa
para que su aroma (que siempre emana lento
y tímido) pueda alcanzarle suavemente, pero al mismo tiempo,
debe prever que no le deje escapar después. El paso
de cada página, así mismo, debe hacerse de tal manera que la
curva
que forme la hoja sea la mínima necesaria para producir su lento crujido, y al mismo tiempo esparcir el perfume que hemos
aspirado más allá de nosotros para que el olor del siguiente
capítulo nos
sorprenda
de nuevo. No menos importante es ir desgranando las frases y los párrafos con suficiente tranquilidad.
Todo esto, por supuesto, debe realizarse en
absoluto silencio
.Si se siguen estas reglas sencillas (aunque quizás
exigentes
), hay grandes posibilidades de que, una vez destilado el perfume de
las
palabras
y bien embriagados de esa sustancia invisible, la vista se nos relaje sobre las filigranas
oscuras
y éstas comiencen un leve movimiento. Y así ese movimiento se convertirá
en una grácil danza y, conforme nuestra mirada se pose en los
renglones sucesivos, las frases que dejemos detrás se combarán
y formarán ondas suavísimas al
ritmo
del argumento (que se habrá vuelto juguetón con nuestra memoria). El efecto
es delicado, pues la más mínima vuelta atrás de nuestros
ojos para confirmarlo puede hacer que
desaparezca
.Con cierta experiencia en este ejercicio, y unas
generosas
fosas nasales, puede llegarse a ver una profusión de arabescos vivos
inundando la página, un exceso de urdimbres entre las tramas de los
márgenes, incluso un
intercambio
casi sexual entre palabras de modo que unas serán sustituidas por otras que no habían estado allí antes;
como si la historia pugnara por escaparse, como si la impresión
original hubiera
tallado
un palimpsesto, como si, en definitiva, la literatura procreara y tuviera descendencia delante de nuestros ojos.
Si esto llegara a hacerse demasiado intenso, sería conveniente cerrar
el libro inmediatamente produciendo un fuerte golpe sobre las
tapas, dejar que éstas hagan su trabajo de prudente contención, y
relajarse en el
sillón
mientras todos los aromas se disuelven.
9 comentarios:
Es buenísimo. BUENÍSIMO. ¡Qué detalle! ¡Qué divertido! :-)
Me está encantando este experimento, J.A.
Durante un instante pensé que me estaba aumentando el astigmatismo :p
Un juego metaliterario muy divertido. Creo que es la entrada que más me ha gustado hasta ahora :)
Gracias a todos :-) Yo seguiré esforzándome en dar lo mejor, pero ya podéis ir haciéndoos una idea de lo difícil que es atrapar la esencia de la irrealidad entre las manos...
Guau... Me has dejado sin palabras...
Asias...
Vaya, qué he hecho... :-) Ahora las puertas de irrealidad quedarán expuestas. Lo que estaba oculto saldrá a la luz. Lo inédito devendrá gastado, usado, manido y agotado. Las vaharadas inciertas rodearán nuestros sentidos.
Tendré que buscar ejércitos ignotos, sublimes, resplandecientes y vengadores para detener tal catástrofe :-)
Gracias por la visita, Jose.
Qué bueno! y qué interesante!
Me alegro de que te guste, Roma, y de que lo disfrutes :-)
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